La música es parte del cine desde sus inicios. Incluso con el cine mudo existían orquestas en vivo que musicalizaron los filmes, pues era necesaria la combinación para crear los sentimientos que artistas como Melié buscaban en los espectadores de sus obras.
Sin embargo, incluso con esos antecedentes la historia del cine que habla sobre la música (no confundir con los musicales, ese es un subgénero distinto) es interesante por sus francas carencias. Le ha costado al medio expresar, visualmente, un arte como el musical. Incluso hoy, con avances en técnica y tecnología es sencillo escuchar, por ejemplo, una banda sonora y sentir lo que el compositor quiere, pero ver una escena arrancada de la musicalización la hace sentir pobre.
Con esos desafíos siguen habiendo directores que deciden crear filmes que hablen, no sólo sobre la música, sino sobre aquellos que componen esa música. Dentro de este ámbito tenemos pocas obras que datan de hace más de cuarenta años (el cine sobre la música tomó mucho impulso en los noventas) pero nos podemos encontrar con joyas como Yellow Submarine si exploramos a fondo.
Ya en la década de la «Generación X» comienzan obras revolucionarias, encabezadas por cineastas como Cameron Crowe y su muy alabada (recomendación obligatoria) Almost Famous, acompañada por otras películas como The Commitments o The Spinal Tap, que buscaban experimentar y volver más atractivo un género que no tenía cabida en un mundo globalizado, donde las bandas musicales com- batían contra la publicidad excesiva y las presiones del estrellato.
Últimamente este subgénero ha entregado cinematografía interesante. El éxito rotundo de Bohemian Rhapsody abrió la puerta a otras como Rocketman o Yesterday que intentan mostrar, desde una perspectiva moderna, la influencia que grupos como Queen, Beatles o cantantes como Elton John han tenido sobre la historia del arte.
En estos casos, la música no sólo ha fungido como parte complementaria de la historia, sino que se ha convertido en un factor fundamental para contarla, rompiendo ese distanciamiento entre narrativa y musicalización (vamos, que Bohemian Rhapsody no funcionaría sin ese concierto en Live-Aid al final del filme).
Aunque hay cineastas que ven esto como una excusa simplona para hacer sentir a la audiencia a través de acordes que no son nuevos, y por tanto recurriendo a la nostalgia o el fanatismo, a mí me parecen ejercicios interesantes, que nos permiten como cinéfilos disfrutar de películas que fusionan dos artes que no podrían ser más distintas (la música necesita comprensión, imaginación y oído. El cine ocupa reflexión, narrativa y buen ojo), y que se fusionan para brindarnos lo que buscamos al momento de entrar a la sala: Una experiencia inolvidable.