Por: Nico Mejía

Nos metíamos debajo del muelle del antiguo Club Náutico de Las Brisas, en Manzanillo, en espera de que los ganadores del torneo de pesca desecharan los esqueletos. Había marlin, vela y dorado, grandes peces de aguas cálidas. Mis compinches y yo, todos de 7 y 8 años, llevábamos cucharas y bolsas para rascar los residuos de carne pegados a los huesos de pescado. Luego, cada quien se iba a casa con el orgullo de llevar el sostén de ese día. Mi madre, doña Licho, cocinera colimota, de inmediato preparaba el ceviche seco macerado por varias horas en ese limón con semilla cultivado en tierras volcánicas, ácido como ninguno. Después me alistaba: tostadas raspadas, salsa de botella y el ceviche en una pequeña olla de peltre azul con tapa. Así, me dirigía a la playa a vender no solo tostadas de ceviche, sino la experiencia de vida.

Crecí en Manzanillo, trepándome a las palmeras y árboles tropicales, compartiendo la mayor parte del tiempo con mi camarada, el mar, que cada temporada de huracanes nos recuerda la fuerza de su poderío. Tanto así que la casa en la que crecí con mis padres y hermanos había sido construida para los sobrevivientes del ciclón del 59, que devastó el puerto.

Nuestra vida giraba en torno a las temporadas. Doña Licho, como buena cocinera colimota, preparaba la comida obedeciendo tres principios: ingrediente, festividad y razón. Capirotada y tortitas de camarón en la czuaresma; antes de la cosecha de nuestra milpa, tamales colados y frijoles con elote; cada cumpleaños era un gran festejo y hacíamos birria en horno, tradición que prevalece en casa; y en temporada de calor, el ceviche colimense y el pico de gallo iban acompañados con aguas de frutas recién cortadas, coco con ginebra o cerveza bien fría. Campesinos de nacimiento, mis padres, don Nico y doña Licho siempre nos enseñaron que la frescura de un ingrediente y el sabor de un platillo dependen de la temporalidad.

Colima está en mis venas. Es tan natural como el aire. Esta tierra es tan bondadosa que provee de frutas bien marcadas por sus temporalidades. Su riqueza surcó mi vida sin saber que años más tarde me llevaría a hacer de la cocina mi forma de vivir. 

El día que le pedí a doña Licho que me enseñara sus secretos bien guardados, me respondió: “Hijo, mi cocina es muy sencilla”. Sin comprender muy bien su respuesta, decidí emprender un viaje a las que, en ese momento, creí que eran las mejores cocinas del mundo. Después de varios años aprendiendo de los grandes, tuve la lección más importante de mi carrera: entendí que la mejor cocina y el producto perfecto estaban en mi tierra y con mi madre y que los ingredientes con los que había crecido estaban al nivel de cualquier otro en el mundo. Entonces regresé a ella, a doña Licho, ya no para pedirle sino para exigirle que me compartiera, paso a paso, la riqueza gastronómica con la que había crecido en Manzanillo. Todo ese tiempo había tenido frente a mis ojos ciegos el mejor libro de cocina: mi madre. 

Un instructor me preguntó un día: “¿Qué hay en Colima?”. Con orgullo, le nombré un montón de frutas y pescados. Pero me quedé con una gran incógnita: seguramente había más, porque la geografía y los ecosistemas de Colima son muy diversos –no por nada hay un dicho popular: “Aquí es Colima, aunque no haya cocos”–. 

Lo que yo había vivido de niño era solo una pequeña parte de lo que hoy llamamos la cocina colimota. Y es fecha en la que muchos de nosotros no logramos asimilar cuán vasta y grande puede ser la oferta de un estado tan pequeño que basta cruzar un tramo de tierra para que la geografía cambie completamente. Cuando me preguntan qué hay en Colima, ahora respondo que eso depende del lugar y la temporada del año. 

Colima es un México en pequeño, variado y diverso, con playas, lagunas, valles, montañas, islas y volcanes que hacen que nuestros ingredientes sean tan singulares como el corazón del colimense. 

Hoy puedo decir que en Colima hay una gastronomía virgen, porque la manera tan particular de alimentarnos en este terruño se mantiene casi intacta en cada casa, renace bajo las enramadas, se comparte en las cenadurías, brilla en los puestos de mercados y calles y hace gala en los restaurantes tradicionales. Pero el crecimiento urbano del siglo XXI, junto con la llegada de otras influencias y el desconocimiento de lo nuestro son una amenaza latente que podría alejarnos de nuestras raíces. 

Ante el riesgo de perder nuestra cultura gastronómica, ante la evidencia de platillos e ingredientes desconocidos para nuestros hijos, hemos decidido cambiar el rumbo. Este libro es el primer gran paso. Junto con una nueva generación de colimotes, realizamos una investigación gastronómica para recopilar y promover las tradiciones que nos dan sentido. 

Después de esta búsqueda, sabemos que lejos de rescatar una cocina, es la cocina la que nos rescata a nosotros. 

Tras quince años de investigación, puede decirse que la actual gastronomía colimota tomó su forma en el contexto criollo de la Villa de Colima y, posteriormente, en las haciendas del siglo XIX y XX. Tal vez les parezca extraño que haya pocas recetas registradas ligadas al pasado indígena. Esto se debe, en buena medida y desgraciadamente, al exterminio de la población originaria desde la conquista y hasta el siglo XX. Los pocos reservorios de esta tradición en Colima se concentran en el municipio de Comala, específicamente en Zacualpan y Suchitlán. 

Uno de los testimonios que recopilamos acerca del exterminio indígena lo escuchamos precisamente en Zacualpan, donde una cocinera colimota nos contó que en 1939 se difundió una ley que multaba a los indígenas que hablaran náhuatl o portaran su vestimenta de manta tradicional. Y en algunas poblaciones incluso se les mandaba matar. Este antecedente histórico hace que la cocina de Colima no pueda compararse con otras cocinas de arraigo ancestral, como la oaxaqueña o la michoacana. Sin embargo, los ingredientes siguen ahí, los habitantes de las regiones aún mantienen sus costumbres y, junto con los investigadores y cocineros, hemos iniciado un trabajo de reconstrucción de la memoria. 

Para muchos, Colima y su gastronomía son grandes interrogantes. Existen crónicas del siglo XVI en las que se habla de pueblos indígenas, principalmente hablantes del náhuatl y de otras lenguas. Sin embargo, el aislamiento de la región hizo imposible registrar y preservar los rasgos culturales de sus habitantes. Y es que, desde la época prehispánica hasta hace apenas unos 100 años, la región colimota se mantuvo aislada del resto del país por sus condiciones geográficas. No fue sino hasta 1908, con la llegada del ferrocarril, que el resto del país comenzó a enterarse de las riquezas culinarias y las peripecias por las que había pasado esta zona biocultural.

En los ahora 4 libros publicados y dedicados a la gastronomía Colimota no encontrarán verdades absolutas. Si bien hay hallazgos de valor incuestionable, aún quedan vacíos históricos que, junto con expertos en distintas materias y testificaciones orales, hemos llenado a través de ejercicios de imaginación y especulación. Sé que estas publicaciones editoriales abrirán, en el mejor de los casos, cuestionamientos, debates y diálogos que completarán estas historias culinarias de mejor manera. Por eso, invito a todos los lectores de esta revista a una conversación que inicia con un viaje a través de los ingredientes, los sabores, las recetas, los lugares y la gente que hace de Colima un destino gastronómico por descubrir. Con la certeza de que Colima Sabe, y sabe muy bien, iniciemos juntos este viaje. ¡Buen provecho!